jueves, 13 de noviembre de 2008

Memoria del molino

ANTONIO GARCÍA BARBEITO
Jueves, 13-11-08

Noviembre se amarraba el trece a la cintura con vencejo de frío adornado de escarcha. Por la cuesta empinada que subía al molino se imaginaba el viento por la calle del Aire, un viento que tenía cuerpo, y voz, invisibles guadañas afiladas en todas las esquinas. En el patio de chinas de la hacienda, el solano adelgazaba el cuerpo de las firmes palmeras y se abría miedosa la luz de la mañana. Quemaba el fuego helado del agua del pilón. Los capachos de esparto que habían llegado nuevos, verdes aún los hilos —agujas vegetales—, encogían el ojo al entrar en el agua. Dos muchachos apenas, dos muchachos ya hechos al campo y la intemperie, sumergían sus manos en aquellos pilones y sacaban del agua sus brazos mutilados: no sentían las manos que, ahogadas, presionaban el esparto que habría de ser su nueva patria.
Fueron llegando hombres con las manos escritas de callos y alpechines, de olivares desnudos; hombres que eran por dentro un callado lamento, un cruel almanaque de jornales sin hora. En un rincón del patio de chinas, esperando prieto turno de tolva, de sinfín y granito, zorzaleñas moradas se apretaban sangrantes. Y el maestro que daba la voz en los motores y arreaba poleas y mandaba en las piedras, el maestro que andaba coordinando sonidos —ruidos de tormenta— en la umbría almazara, animaba con palmas a los hombres, y entonces, moradas nazarenas, aceitunas en grupo, caían al alfarje sin grito ni agonía. Los bueyes de Gerena uncidos y obedientes, sin salirse del circo, sin levantar la cara, giraban sin desmayo, pastueños y trotones, y seguían girando sin saber que empezaba a formarse el milagro total del sacrificio.
Dentro de aquel ruido que acababa teniendo un orden musical de raro Apocalipsis; en aquel laberinto de máquinas, poleas, hidráulicos pistones, voces de molineros, sin que nadie le oyera ni el llanto ni la risa, el aceite nacía como lluvia en las prensas. Y nacía con sangre de alpechín en su sangre, y con agua y con restos de hueso y de pellejo. Y se perdía niño por los caños oscuros hasta llorar, qué verde, cuando se desnudaba en el chorro perfecto de su canto sin nadie…
Fue un trece de noviembre, un día como hoy. Lo recuerdo en un alba que tiene los cristales del frío igual de rotos en el aire que miro. Y el frío se me viene a las manos de entonces al ver pasar —qué frío— a los hombres que buscan olivares helados y aceitunas maduras. Está helada la tierra y helada está la rama, y las manos heladas habrán de hacerse acero para bregar sin pausa con el campo penoso que exige hacerse campo a quien busca su carne. Todo el viejo molino se me viene al recuerdo, todo el frío de entonces, todas las aceitunas, las piedras, las poleas, la prensa, los capachos... Y mi padre y mi hermano faenando conmigo. Y al final, en las manos, como entonces, me queda, bendita y alabada, la sangre del aceite…

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