5
Esa tarde proseguimos nuestro paseo cruzando el puente de Triana y enfilando la calle San Jacinto, en dirección a la barriada de Los Ángeles, que es donde vivo.
Casi todo el camino fuimos en silencio, como dos turistas absortos en la contemplación de la ciudad.
Laura iba muy erguida, con su bolso de terciopelo negro con espejuelos colgándole del hombro.
Por suerte, recuperamos el habla cuando llegamos a mi piso.
Como no tenía refrescos ni zumos, ni siquiera alguna infusión, y ella no tomaba bebidas alcohólicas, sólo pude ofrecerle un vaso de agua.
Se sentó en el borde del sillón, con las manos entrecruzadas sobre las rodillas juntas. Le comenté, por decir algo, que parecía una deidad nórdica. Una valquiria, por ejemplo.
Laura tenía un hermano pequeño, llamado Ramiro, al que se sentía muy unida.
Mirándome fijamente a los ojos, me contó que una vez se perdieron en el monte y pasaron la noche solos.
Los encontraron al día siguiente, la mar de tranquilos.
Con una sonrisa forzada, siguió contándome que su padre se enfadó tanto que la cogió por los pelos y la zamarreó al tiempo que la acusaba de haber puesto en peligro la vida de su hermano.
Al referirme esa parte de la historia, se pasó la mano por su sedosa melena.
Yo también sentí deseos de acariciar sus cabellos que eran tan agradables al tacto como cabía esperar.
Esta vez, la sonrisa de Laura fue de complacencia.
Mirándome fijamente a los ojos, me contó que una vez se perdieron en el monte y pasaron la noche solos.
Los encontraron al día siguiente, la mar de tranquilos.
Con una sonrisa forzada, siguió contándome que su padre se enfadó tanto que la cogió por los pelos y la zamarreó al tiempo que la acusaba de haber puesto en peligro la vida de su hermano.
Al referirme esa parte de la historia, se pasó la mano por su sedosa melena.
Yo también sentí deseos de acariciar sus cabellos que eran tan agradables al tacto como cabía esperar.
Esta vez, la sonrisa de Laura fue de complacencia.
Esa tarde proseguimos nuestro paseo cruzando el puente de Triana y enfilando la calle San Jacinto, en dirección a la barriada de Los Ángeles, que es donde vivo.
Casi todo el camino fuimos en silencio, como dos turistas absortos en la contemplación de la ciudad.
Laura iba muy erguida, con su bolso de terciopelo negro con espejuelos colgándole del hombro.
Por suerte, recuperamos el habla cuando llegamos a mi piso.
Como no tenía refrescos ni zumos, ni siquiera alguna infusión, y ella no tomaba bebidas alcohólicas, sólo pude ofrecerle un vaso de agua.
Se sentó en el borde del sillón, con las manos entrecruzadas sobre las rodillas juntas. Le comenté, por decir algo, que parecía una deidad nórdica. Una valquiria, por ejemplo.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario