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Lo arreglé por teléfono, de forma que cuando llegó el viernes sólo tuve que coger el coche y desplazarme al pueblo.
No se me ocurrió avisar a mi madre, pues no tenía la intención de visitarla y verme en el brete de dar explicaciones engorrosas o mentir. Sabía también que trataría de convencerme de que me quedase el fin de semana, y yo pensaba regresar a la ciudad en cuanto acabase.
Cuando aparqué el coche en el ensanche de la Atarazana, ya había oscurecido. En ese mismo momento me invadió una oleada de irritación. No obstante, debía rendirme a la evidencia de que en Las Hilandarias la realidad adquiría una profundidad de la que carecía en cualquier otro sitio. En Sevilla, por ejemplo, tenía la impresión de que la vida no acababa de cuajar.
Anduve un trecho y giré a la izquierda, a la altura del caserón de los Méndez. Luego subí por la Costanilla y me adentré en la Orujera, el barrio más antiguo del pueblo y el más despoblado.
Voy despacio por esas calles sin aceras, mal empedradas y de trazado irregular. Antaño era aquí donde se realizaba la molienda de la aceituna. Había varias almazaras con sus hileras de tinajas panzudas, en las que se guardaba el aceite.
Mientras camino sin prisa, observo el canalillo, resquebrajado y ennegrecido, por donde corría el alpechín.
Hay momentos en que creo percibir el olor a aceitazo que en otro tiempo impregnó la Orujera.
Cojo por la calle Deanes que, describiendo una curva cerrada, desemboca en la plazoleta del Buen Pastor, a cuya entrada me detengo.
En este rincón se acrecienta la sensación de soledad, palpable en todo el barrio.
Casi todos sus habitantes son personas mayores que, una vez anochecido, se recluyen en sus casas hasta el día siguiente.
La Orujera se está despoblando a ojos vista. Sobre todo en invierno aumentan las defunciones por trombosis, infartos y edemas.
Aunque, en general, las mujeres sobreviven a los hombres, aquí esa tendencia es tan marcada que, de hecho, es un barrio de viejas. Ni que decir tiene que voy a hablar con una de ellas.
No se me ocurrió avisar a mi madre, pues no tenía la intención de visitarla y verme en el brete de dar explicaciones engorrosas o mentir. Sabía también que trataría de convencerme de que me quedase el fin de semana, y yo pensaba regresar a la ciudad en cuanto acabase.
Cuando aparqué el coche en el ensanche de la Atarazana, ya había oscurecido. En ese mismo momento me invadió una oleada de irritación. No obstante, debía rendirme a la evidencia de que en Las Hilandarias la realidad adquiría una profundidad de la que carecía en cualquier otro sitio. En Sevilla, por ejemplo, tenía la impresión de que la vida no acababa de cuajar.
Anduve un trecho y giré a la izquierda, a la altura del caserón de los Méndez. Luego subí por la Costanilla y me adentré en la Orujera, el barrio más antiguo del pueblo y el más despoblado.
Voy despacio por esas calles sin aceras, mal empedradas y de trazado irregular. Antaño era aquí donde se realizaba la molienda de la aceituna. Había varias almazaras con sus hileras de tinajas panzudas, en las que se guardaba el aceite.
Mientras camino sin prisa, observo el canalillo, resquebrajado y ennegrecido, por donde corría el alpechín.
Hay momentos en que creo percibir el olor a aceitazo que en otro tiempo impregnó la Orujera.
Cojo por la calle Deanes que, describiendo una curva cerrada, desemboca en la plazoleta del Buen Pastor, a cuya entrada me detengo.
En este rincón se acrecienta la sensación de soledad, palpable en todo el barrio.
Casi todos sus habitantes son personas mayores que, una vez anochecido, se recluyen en sus casas hasta el día siguiente.
La Orujera se está despoblando a ojos vista. Sobre todo en invierno aumentan las defunciones por trombosis, infartos y edemas.
Aunque, en general, las mujeres sobreviven a los hombres, aquí esa tendencia es tan marcada que, de hecho, es un barrio de viejas. Ni que decir tiene que voy a hablar con una de ellas.
(Contimuará)
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