miércoles, 16 de abril de 2008

MAS MALO QUE UN CICLÓN

Recuerdos de Infancia
de
Horacio Gutiérrez Vecino
El hijo de Inés la de Clotilde, el de “Taquitos”, su madre solía repetir con cierta frecuencia una frase que me llamaba la atención, por la contradicción que encerraba "Mi Antonio es muy bueno, pero es más malo que un ciclón".
Todos le conocíamos por “Antoñín”. Él y yo formábamos un “tándem”, durante mucho tiempo fuimos amigos y compañeros inseparables, compañeros de travesuras, de aventuras y desventuras, él era.., travieso como nadie, las ideas que le pasaban por la cabeza, las llevaba a cabo sin pensar en las consecuencias propias y ajenas.
Era arrojado, imprudente y temerario, en todas las acciones y juegos que acometíamos. Solo buscaba el peligro o estaba allá donde lo había. Los juegos clásicos no formaban parte de su repertorio, jugar al trompo (la peonza) o las bolas (canicas), jugar al fútbol, cambiar tebeos, o participar con la pandilla en algunos de los muchos juegos colectivos, todo eso le aburría, demasiado infantil. Él era sobre todo, independiente, inesperado y repentino.
Un domingo cualquiera por la mañana, cuando la buena de Inés, su madre, le arreglaba y le mandaba a Misa, diciéndole “¡Ay.. mi Antonio que guapo es!, ahora que estás limpio y arreglado, a Misa pa que te vea to er mundo”.
Al pasar por mi casa, entraba é iba directamente a mi habitación, y acercándose a mi cama, donde yo aún permanecía con la típica somnolencia, disfrutando de la mañana del domingo, me empujaba con la sonrisa del que despierta, invitándome a levantarme.
Posiblemente ese día nunca llegábamos a la Iglesia, cualquier idea que surgía en el camino, era prioritaria, podía tratarse simplemente de ir a la “Zoteílla”, muladar que hay en la ladera que forma la atalaya donde está situada la parte vieja del pueblo, a tirarnos del peñasco de la “Cueva del Tío de los Palotes”, conocido por “Los Pelotones”. Tirarse desde lo alto del peñasco a un estercolero situado debajo mismo, no era ni fácil ni prudente, era todo una hazaña, propia solo de inconscientes.
Aún me aterra recordar, como la inercia, al caer desde tanta altura a pesar de nuestro poco peso, hacía que la cabeza pasase por entre las piernas una vez aterrizado, y eso que la base donde caíamos amortiguaba la caída, como si de un colchón se tratara.
Delgado y fibroso, era ágil como un felino, tenía por tanto, las condiciones físicas para correr, saltar, trepar…, en la medida que le hacía falta para intentar sus “tropelías” infantiles.
Subirnos a la trasera de un tractor o camión e ir enganchados, asidos con las manos, colgando con las piernas encogidas por las rodillas, sin que nos viese el conductor, era todo un reto y mientras más largo el recorrido sin ser vistos o delatados por algún transeúnte con sus gritos de aviso y reprimenda, la imprudencia era todo un placer. Entonces saltábamos, y nos reíamos y mofábamos del conductor, que con voces de amenazas, nos maldecía y airaba nuestra imprudencia.
Cuando llegas a la edad en la que consigues la independencia para ir solo a la barbería, empiezas a sentirte un poco hombre. Recuerdo que una vez habíamos quedado en ir juntos a pelarnos, y los cinco reales que valía el pelado por aquel entonces, en casa de Paco el de “En la esquinita te espero”, barbería de la que yo siempre fui cliente desde que me llevaba mi madre. Tanto Antoñín como yo, nos habíamos enterado, que en casa de “Los Maroras” por tres reales salíamos pelados, por lo que nos podíamos embolsar los dos reales por cabeza (nunca mejor dicho) de diferencia para nuestros gastos. No era mala idea.
Los Maroras eran dos hermanos solterones, de edad muy avanzada, visto desde la nuestra, debían rondar por encima de los sesenta años, y su clientela, toda ella, les sobrepasaban a ellos. Eran de aspecto huraño y algo iracundos. Desde luego no se trataba de la barbería más indicada ni apropiada a la que acudir, dos niños de nueve o diez años.
Pero la idea que habíamos concebido valía la pena, dos reales por cabeza darían mucho de sí en nuestros bolsillos. Allí nos presentamos, con solo entrar todas las miradas de los presentes se nos clavaron, sorprendidos y extrañados de nuestra presencia, nos miraban con desconfianza é intriga, hasta que el mayor de los Maroras, que siempre me pareció el que mandaba y que a la vez, era el más listo, el de cara más agradable, más cortés y resumiendo, más normal, nos espetó con ¿ Donde van estos dos señores? A lo que contestamos al unísono, que a pelarnos, por un momento volvió a mirar la navaja con la que afeitaba al abuelote de turno, para dominar la situación y volvió a preguntar, ¿ Va ser pelao y afeitao, o solo afeitao?. Nuestra respuesta fue la misma, sin percatarnos de la sorna que utilizaba, a la vez que mirábamos en todas direcciones, buscando silla para sentarnos. Él siguió con la misma ironía, , nosotros asentimos y nos pusimos a escrutar, explorar el lugar, buscando algún tebeo con el que distraernos y que sin duda debía de haber. Pero no, no había nada de eso, acaso, ¿habíamos visto alguna vez, a un abuelo leyendo tebeos? Pasado ese primer momento de dudas, comenzó el interrogatorio por parte de todos los presentes, con el clásico de, ¡tú, niño, ¿de quién eres?, ¿Tu madre sabe que has venido aquí?, ¿ Quién es tu padre?.
Cuando saciaron toda su curiosidad y superaron la sorpresa inicial, nosotros ya empezamos a familiarizarnos con el lugar y la ventaja de no ser consciente del cachondeo que les producía nuestra presencia.
Al rato de estar allí divisé sobre una de las estanterías de la pared, dentro de un vaso con agua, dos bolas de dimensiones perfectas para jugar a las canicas. Yo era un fanático del juego de las bolas, al salir del colegio me pasaba las horas jugando, además de todo el tiempo del recreo.
No eran de níquel, pero sí del tamaño ideal para jugar “al cate”, y de un color amarillo ocre que me resultaban diferentes e interesantes. Con la mirada avisé a Antoñín del hallazgo y noté que también le había llamado la atención, nos miramos y creo que pensaba lo mismo que yo, ¿de qué manera podíamos hacernos con ellas? En eso estabamos cuando uno de los Maroras, el más lúgubre y funesto de ellos, que no nos había quitado la mirada de encima, con aquellos ojos pequeños como los de un hurón, blanquecinos tirando a grises y sin brillo alguno, que parecían hueros, sin dejar un solo instante de mirarnos, metió la mano en el vaso y cogiendo las dos bolas, se las introdujo en la boca a un abuelote que tenía enjabonada la cara, listo para afeitar. Este carecía de dentadura, lo cual le producía dos grandes hendiduras arrugadas a ambos lados de la mandíbula. Mirándonos con sonrisa de pícaro nos guiñó un ojo, a la vez que habría su seca boca dejando ver un gastado y negro raigón, dejó que las bolas llenaran ese gran vacío, sin duda que se trataba de un buen sistema para así efectuar el afeitado con más posibilidades.
Todo fue muy rápido, con mohines de náuseas nos miramos y sin mediar palabra alguna, salimos disparados de la barbería de los Maroras, dejando atrás escandalosas risas que provocaban toses, y por supuesto el negocio que tanto habíamos planeado se nos fue al traste. Nunca más llegué a entrar en la barbería de los Maroras, pero siempre que he pasado por aquella puerta, aún me parecía oír las risas de aquellos abuelotes, consolándome el hecho de pensar que nuestra actitud les provocara un motivo para reírse a gusto de las miserias de este mundo.

Antoñin como ya digo, era temerario, imprudente, inconsciente, lenguaz y desvergonzado, y creo que formábamos un buen dúo, porque yo era un poco lo contrario y ahí estaba el éxito, éramos un compendio, yo estaba de acuerdo con él en todo y de hecho participaba en las mismas diabluras, pero él me hacia caso en lo preciso. Yo era más reflexivo, prudente y comedido, o puede que el “suavón”, termino muy utilizado por los mayores, para definir al que no rompe un plato, en apariencia.

Horacio Gutierres Vecino
De su libro inédito "Revisión Infacia"

1 comentario:

ALVARO ARIAS dijo...

He quedado encantado con este relato de la infancia de Horacio, al que saludé no hace mucho en una cafetería. No sabía, hasta que Gonzalo lo ha contado en su blog, que este paisano nuestro escribía. Y menos aún que lo hacía tan bien.

Es increible como Horacio consigue evocar con sus palabras imágenes, olores y sentimientos de esa traviesa infancia. Ojalá pueda leer ese libro inédito. ¡Felicidades!